El Último Sermón en Salem - Capítulo 3



La Marca de Salem

    Los días siguientes fueron una neblina de paranoia y confusión. Jonathan apenas dormía, temiendo lo que podría acechar en la oscuridad de su habitación. Había sellado la puerta con una silla y mantenía la linterna encendida hasta que el aceite se consumía.

    La gente en el pueblo notó su cambio. Los aldeanos lo observaban con recelo, algunos murmuraban cuando pasaba. El tabernero dejó de hacerle preguntas incómodas, pero su actitud había cambiado. Era como si todos supieran algo que él no.

    Finalmente, una noche, alguien llamó a su puerta.

    Jonathan se tensó. Tomó su cuchillo de viaje y se acercó con cautela.

—¿Quién es? —preguntó con voz ronca.

—Soy yo —la voz era áspera y conocida—. La anciana del mercado.

    Jonathan abrió la puerta con rapidez y la dejó entrar. Su silueta encorvada parecía aún más débil a la luz titilante de la vela.

—Has visto lo que duerme bajo Salem —dijo sin rodeos.

    Jonathan asintió lentamente.

—No sé qué era, pero sé que no es algo humano.

    La anciana entrecerró los ojos, como si midiera sus palabras antes de hablar.

—No es algo de este mundo —dijo finalmente—. Pero tampoco pertenece del todo a otro. Es algo atrapado en el umbral de la realidad, un eco de lo que alguna vez fue… y de lo que podría volver a ser.

    Jonathan sintió un nudo en la garganta.

—¿Los juicios? ¿Las ejecuciones? ¿Son para encubrir esto?

    La anciana negó con la cabeza.

—Son parte del problema. La histeria de los aldeanos, su miedo y su sangre… alimentan a lo que duerme. La brujería es solo una excusa. Lo que la iglesia teme no son brujas… sino lo que las brujas han intentado advertirnos desde el principio.

    Jonathan sintió un vértigo helado en su interior.

—Entonces… ¿cómo lo detenemos?

    La anciana suspiró y le tendió un pergamino ajado.

—Hay un solo modo. Pero el costo es alto. Y para algunos… es demasiado tarde.

    Jonathan tomó el pergamino con manos temblorosas. Al desplegarlo, vio un símbolo tallado en tinta oscura, con inscripciones en un idioma que parecía moverse bajo la tenue luz. Era un antiguo sello, uno que había sido diseñado no para encerrar, sino para contener la voluntad de algo más vasto que el entendimiento humano.

—Lo que descansa bajo Salem tiene un nombre olvidado por los hombres —susurró la anciana—. Lo llamaban Ith’Lach-Thur, el Devorador de Fronteras. Antes de que llegaran los colonos, antes incluso de que las primeras tribus caminaran estas tierras, Ith’Lach-Thur existía en el umbral del tiempo. Fue aprisionado, no por los hombres, sino por seres más antiguos que nuestra historia.

    Jonathan sintió un escalofrío recorrer su espalda.

—¿Por qué está despertando ahora?

    La anciana cerró los ojos.

—Porque el miedo lo alimenta. Y Salem es un festín interminable de horror y desesperación.

    Afuera, en la distancia, un nuevo susurro recorrió las calles de Salem.

    Algo más estaba despierto.


Ecos del Abismo

    Jonathan pasó la noche en vela, el pergamino extendido sobre la mesa de su austera habitación. Sus ojos recorrían cada trazo de las inscripciones, su mente tratando de descifrar los significados ocultos. La anciana había hablado de un precio, pero no le había dicho cuál. ¿Era un sacrificio? ¿Un acto de fe? ¿O algo más siniestro?

    Afuera, el viento aullaba entre las casas de madera de Salem, pero no era solo el viento. Había algo más, un murmullo persistente, como si la misma noche respirara.

    Jonathan sintió la opresión en su pecho y volvió a mirar el pergamino. Entre las inscripciones, vio algo que antes no había notado: un dibujo casi imperceptible en los márgenes del papel. Parecía representar una puerta, con un ojo en su centro. No era un ojo humano, ni siquiera uno de este mundo. Era algo primordial, algo que veía más allá de lo que un mortal podía comprender.

    La vela parpadeó, y una sombra cruzó la habitación.

    Jonathan giró con el corazón desbocado, el cuchillo en la mano. Pero no había nadie. Solo el reflejo distorsionado de su propia silueta en el vidrio de la ventana.

    Entonces lo vio.

    Su reflejo no lo imitaba. Se quedó quieto cuando él se movió. Y luego… sonrió.

    Jonathan cayó hacia atrás, derribando la mesa. La vela rodó y casi apagó su tenue luz. Se arrastró hasta la pared, con los ojos fijos en la ventana. Su reflejo ya no estaba allí. En su lugar, una silueta alargada, deforme, lo observaba desde el otro lado del vidrio.

    El pergamino ardió con una llama negra, consumiéndose en un instante sin dejar cenizas.

    Y entonces, una voz susurró dentro de su mente:

—Nos vemos pronto.


La Sangre de los Mártires

    Al amanecer, Jonathan abandonó su habitación y recorrió el pueblo con una sensación de irrealidad. La gente lo miraba con rostros sombríos, como si supieran lo que había sucedido durante la noche. Pero nadie decía nada.

  Se dirigió a la iglesia, esperando encontrar respuestas. Dentro, el reverendo Samuel Parris se encontraba solo, de pie ante el altar. Sus manos temblaban mientras sostenía una Biblia, pero no parecía estar rezando.

    Jonathan se acercó lentamente.

—Reverendo —dijo en voz baja—. Necesito hablar con usted.

    El hombre levantó la vista. Su rostro estaba pálido, sus ojos hundidos. Parecía haber envejecido una década en solo unos días.

—Tú también lo has visto —susurró Parris.

    Jonathan asintió.

    El reverendo dejó la Biblia sobre el altar y se acercó.

—Crees que los juicios son una cacería de brujas, pero no lo son. Son un ritual. Uno que se ha repetido desde hace siglos. La sangre de los condenados mantiene a Ith’Lach-Thur dormido… pero nunca por mucho tiempo.

    Jonathan sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.

—¿Y qué pasa cuando despierta? —preguntó.

    Parris lo miró con desesperación.

—No lo sabemos. Nunca hemos dejado que eso ocurra.

    Jonathan sintió que la iglesia se cerraba sobre él como una tumba. La revelación era insoportable. Cada ejecución, cada acusación, cada grito de los inocentes… todo había sido un sacrificio para evitar un horror mayor.

    Pero ahora, con el miedo y la histeria alimentando al monstruo, ¿sería suficiente?

    Un grito desgarrador se escuchó desde la plaza del pueblo.

    Jonathan y el reverendo se miraron, y sin decir palabra, corrieron hacia el exterior.

    En el centro del pueblo, la gente se había reunido en un círculo, mirando con horror.

    En el suelo, una mujer se retorcía en espasmos imposibles, su piel ennegrecida como si algo la devorara desde dentro. Sus ojos eran pozos oscuros y su boca se abrió en un grito sin sonido.

    Entonces, con un último temblor, su cuerpo se colapsó sobre sí mismo, como si la realidad la hubiese rechazado.

    El aire se tornó espeso, irrespirable.

    Desde algún lugar en lo profundo de la tierra, algo respondió al sacrificio.

    Algo despertó.


La Ruptura del Velo

    Jonathan sintió un vértigo abrumador cuando el aire se tornó pesado, como si la misma atmósfera se doblara sobre sí misma. La multitud retrocedió horrorizada al ver cómo el cadáver de la mujer, ya reducido a una sombra ennegrecida, se hundía lentamente en el suelo como si la tierra la devorara.

    El reverendo Parris cayó de rodillas, susurrando oraciones sin coherencia. Jonathan intentó apartarlo del espectáculo, pero entonces, lo sintió. Un eco lejano en su mente, un llamado sin palabras, pero cargado de intención.

    Ith’Lach-Thur estaba despertando.

    El cielo sobre Salem se oscureció repentinamente, como si un manto de ceniza descendiera sobre el pueblo. La luz del sol luchaba por penetrar aquella negrura antinatural. Las casas crujieron y temblaron, los animales chillaron en un frenesí de terror. Algo en la estructura de la realidad estaba resquebrajándose.

    Un niño gritó y señaló hacia el bosque al norte del pueblo. Las sombras entre los árboles se alargaban y se retorcían, como si fueran entidades vivas, como si estuvieran emergiendo de un umbral olvidado. Jonathan se dio cuenta con horror de que no eran solo sombras. Algo indescriptible, con formas imposibles, se movía entre los troncos, deslizándose con movimientos que no pertenecían a este mundo.

    El pueblo entero enmudeció.

    Desde el abismo de la tierra, una voz resonó sin sonido, vibrando en el interior de sus mentes:

—El velo se ha rasgado.

...



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