El Último Sermón en Salem - Capítulo 1


 
El Forastero en Salem

    El invierno mordía con dientes invisibles cuando Jonathan Whitmore llegó a Salem. El carruaje que lo había traído desde Boston chirrió lastimosamente antes de detenerse en la plaza principal, donde apenas unas pocas almas errantes desafiaban la brisa glacial. El aire olía a leña quemada y algo más tenue, una fragancia salina y amarga que no pertenecía a la estación.

   Jonathan descendió con pasos inseguros, sosteniendo su maletín con ambas manos. Era un estudioso de las leyes, enviado por encargo de ciertos caballeros de Harvard para presenciar los juicios que habían envuelto a la pequeña aldea en un furor sin precedentes. Pero desde el momento en que puso un pie en la calle adoquinada, sintió un escalofrío que nada tenía que ver con el clima. Algo en Salem estaba mal.

   La disposición de las casas parecía incorrecta, como si se hubieran torcido sobre sí mismas para formar ángulos extraños. Los tejados se inclinaban con un peso invisible y las ventanas observaban como ojos vacíos. Pero lo más inquietante era la gente: sus rostros estaban demacrados, con sombras hundidas bajo los ojos y labios resecos que murmuraban palabras que se perdían en el viento.

    Una mujer con un chal raído pasó junto a él, susurrando lo que a primera vista parecía una oración. Pero al aguzar el oído, Jonathan captó sílabas que no tenían sentido, sonidos que no pertenecían a ninguna lengua conocida. Sintió el impulso de preguntarle, pero ella desapareció antes de que pudiera reaccionar.

—¿Señor Whitmore? —Una voz grave lo sacó de su ensimismamiento.

    Era el reverendo Samuel Parris, un hombre de porte severo y barba meticulosamente recortada. Sus ojos lo escudriñaron con una intensidad casi molesta.

—Bienvenido a Salem. Me temo que ha llegado en un momento... turbulento.

    Jonathan asintió con cortesía. —Así lo he oído. Espero poder observar los procedimientos con imparcialidad.

    Parris le hizo un gesto para que lo siguiera por las calles húmedas. Mientras caminaban, la sensación de irrealidad se hizo más fuerte. Las casas a veces parecían más altas o más angostas de lo que Jonathan recordaba un instante antes. No podía estar seguro, pero la plaza por la que acababan de pasar parecía haber cambiado de forma.

    Finalmente, llegaron a la modesta posada donde se alojaría. Parris se detuvo en la puerta y fijó en él una mirada grave.

—Escuche bien, señor Whitmore. Sea prudente con lo que oye y aún más con lo que dice. Hay cosas en Salem que es mejor no cuestionar.

    Jonathan iba a responder, pero el reverendo ya se había alejado, dejando tras de sí solo la brisa cortante y la creciente sospecha de que su llegada había sido anticipada por fuerzas que él aún no comprendía.

    Esa noche, mientras deshacía su equipaje en la habitación fría y mal iluminada de la posada, sintió de nuevo aquella opresión en el aire. Algo lo observaba, de eso estaba seguro. Quizás no desde la ventana ni desde la puerta… sino desde los mismos cimientos de Salem.


La Posada de los Susurros

    La habitación que le habían asignado en la posada era austera pero funcional. Una cama de madera con un colchón áspero, una mesa con una vela a medio consumir y una pequeña ventana que daba a la calle principal. Al acercarse a ella, Jonathan notó algo inquietante: la plaza parecía más oscura de lo que debería ser. No era solo la noche; era como si la sombra misma hubiera caído con un peso antinatural.

    Se alejó de la ventana con un estremecimiento y sacó su cuaderno para anotar sus primeras impresiones. Pero cuando tocó la pluma, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Una sensación de ser observado. Se giró bruscamente, pero la habitación estaba vacía.

    “Debe ser el cansancio”, se dijo. Sin embargo, el aire tenía una densidad opresiva, y el silencio no era absoluto. A medida que afinaba el oído, detectó algo… un murmullo.

    No venía de la calle ni de la habitación contigua. Parecía emanar de las mismas paredes. Susurros ininteligibles, como si varias voces hablaran al mismo tiempo en un idioma que su mente no lograba comprender.

    Se puso de pie de un salto y se acercó a la pared, pegando la oreja. Lo que escuchó lo hizo retroceder con el estómago encogido: un murmullo insistente, y entre aquellas voces confusas, su propio nombre.

Jonathan Whitmore...

    El corazón le latía con fuerza. Tomó la vela y la alzó hacia la pared. Nada. Solo madera gastada por el tiempo. Pero el sonido persistía, un eco apenas audible que se mezclaba con su propia respiración entrecortada.

    Retrocedió hasta la cama, sin apartar la vista de la pared. Algo estaba mal en aquella posada. Su mente racional buscaba una explicación: corrientes de aire, grietas en la estructura, su propia fatiga tras el largo viaje. Pero la inquietud persistía.

    Se obligó a calmarse. “Es el cansancio, es el viaje… es la sugestión.” Cerró los ojos, inhaló profundamente y decidió ignorar los sonidos. Se sentó de nuevo, pero esta vez dejó la pluma sobre la mesa. No escribiría nada esa noche. Prefería dormir y enfrentarse a la realidad con una mente más despejada al amanecer.

    Sin embargo, cuando apagó la vela y se dejó caer en la cama, el murmullo se convirtió en un leve canto gutural. Y entonces, en la negrura de su mente cansada, vio algo.

    No fue un sueño. No exactamente.

    Vio a una mujer de cabellos largos y desordenados de pie en la plaza. Sus ojos eran pozos sin luz, y su boca susurraba su nombre con una devoción enfermiza. Pero lo que más lo perturbó fue lo que se alzaba detrás de ella: una estructura que no debería estar allí, una torre negra y retorcida que parecía imposible en el paisaje de Salem.

    Antes de que pudiera procesar lo que veía, la mujer alzó una mano huesuda y señaló directamente hacia él.

    Jonathan se despertó con un grito ahogado, la piel fría como el hielo. En la habitación reinaba la oscuridad absoluta… excepto por la débil silueta de una sombra en la esquina opuesta.

    El aire estaba cargado con un hedor a humedad y tierra podrida. Jonathan entrecerró los ojos, tratando de distinguir mejor la figura. Parecía humana, pero su contorno se retorcía como si estuviera hecho de una niebla espesa. Un paso más cerca, un susurro más fuerte.

—Jonathan…

    La sombra se inclinó hacia él. Jonathan se echó hacia atrás, tropezando con la mesa. El candelabro cayó al suelo con un estrépito. Se arrastró hasta la puerta, con los dedos torpes intentando abrir la cerradura.

    Cuando finalmente la puerta cedió, la figura se disipó en el aire como un aliento helado.

    Jadeante, Jonathan se quedó en el umbral. Salem no era solo un pueblo marcado por la superstición y el miedo. Algo más profundo, algo más antiguo, estaba presente en sus cimientos.

    Y él había sido llamado por ello.


La Sombra en el Umbral

    El aire de la posada se sintió denso, como si la atmósfera misma hubiera absorbido el miedo de Jonathan. Sus manos temblaban mientras cerraba la puerta tras de sí, el corazón golpeando su pecho como un tambor de guerra. Apoyó la espalda contra la madera y respiró hondo, tratando de convencerse de que lo que había visto era una ilusión, un engaño de la mente cansada.

    Pero la voz susurrante aún resonaba en sus oídos.

    Al encender de nuevo la vela caída, la habitación recobró su normalidad espectral: fría, pequeña y opresiva. La sombra había desaparecido, pero el aire seguía impregnado con ese hedor rancio de tierra húmeda y madera podrida.

    Jonathan se sentó al borde de la cama, con las manos entrelazadas sobre las rodillas. Pensó en el rostro de la mujer de su visión, en la torre que no existía, en la sensación de que algo lo acechaba desde las entrañas mismas de Salem. No era un hombre dado a la superstición, pero aquella noche sintió que estaba pisando los bordes de una realidad que nunca debió cruzar.

    Decidió que al amanecer haría preguntas. Había venido a Salem por los juicios, pero ahora había algo más, algo que lo llamaba en susurros nocturnos. Si los aldeanos sabían algo, lo descubriría.

...

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