Después de Todo
Este último año ha sido uno de los más difíciles, pero también uno de los más reveladores de mi vida. Hace exactamente un año, mi mundo cambió por completo cuando mi padre falleció de forma repentina. Nunca me imaginé que viviría una pérdida tan cercana de esa manera. Un día, él se sintió mal, y en menos de un mes, ya no estaba. Esa sensación de incredulidad se apoderó de mí durante días, incluso semanas. Estuve ahí, observando cómo su vida se apagaba, sin saber cómo enfrentar una situación así. Aún cuando sabía que la muerte es parte de la vida, me dolió profundamente no haber tenido tiempo de despedirme, de decirle todo lo que no le dije. Me sentí impotente, y esa sensación de no haberlo cuidado como debía me persigue aún hoy.
Apenas unas semanas después de su muerte, mi vida dio otro giro inesperado. Mi relación con una persona que había sido una parte fundamental de mi vida durante casi cuatro años, terminó. Yo pensaba que ella sería la mujer con la que compartiría todo mi futuro. Luché por ella, pero al mismo tiempo, cometí muchos errores. Quizás no supe ser la pareja que ella necesitaba, o tal vez no pude sostener la relación cuando más lo requería. La realidad es que la perdí, y con ella, una parte de mi vida que pensaba que sería para siempre.
Lo que más me dolió, lo que realmente me desbordó, fue la separación de sus hijas. Ellas llegaron a ser una parte muy importante de mi vida. Estar con ellas, verlas crecer, compartir momentos, me hizo sentir como si de alguna manera también las hubiese adoptado. Alejarme de ellas fue una de las decisiones más difíciles que he tomado en mi vida. No se trataba solo de perder una relación de pareja, sino de perder a esas pequeñas que me habían enseñado tanto sobre el amor, la paciencia y la familia. No fue solo una ruptura amorosa, fue una pérdida emocional profunda.
Con el paso del tiempo, las distracciones llegaron, y me dejé llevar. El verano fue un paréntesis en el que me sumergí en conocer nuevas personas. Pensé que, al relacionarme con otras chicas, conseguiría llenar el vacío que sentía. Me convencí de que estaba superando todo lo que había vivido, que el dolor ya no me afectaba tanto. Pero al final, la verdad era otra: esas relaciones fueron solo una forma de llenar el espacio vacío que había dejado la ruptura. Ellas no me ayudaron a sanar, solo me distrajeron momentáneamente. Es difícil aceptar que en ese momento no estaba buscando algo real, solo una manera de evadir el dolor. Y lo peor de todo es que, con el tiempo, me di cuenta de lo solo que me sentía realmente. La compañía de esas personas no logró cubrir lo que había perdido, solo me mostró lo vacía que se había quedado mi vida en ese momento.
Ahora, después de un año, me doy cuenta de todo lo que he atravesado. Ya no amo a esa persona. Pero la culpa persiste. La culpa de no haber sabido cuidar a la persona que más he querido, la culpa de no haber estado a la altura de las circunstancias. Esa culpa me persigue. Me pregunto si alguna vez seré capaz de perdonarme, si algún día dejaré de sentir que pude haber hecho las cosas de manera diferente, que pude haber sido mejor. A veces, siento que el arrepentimiento me consume, que mis propios errores se apoderan de mis pensamientos, y que nunca encontraré una manera de perdonarme por haber dejado ir a alguien tan importante para mí.
Lo que he aprendido en este tiempo es que el dolor no se puede evitar, y que no hay un manual para lidiar con las pérdidas. Cada persona vive el duelo de manera diferente, y no hay un camino fácil. El tiempo no borra las cicatrices, pero sí nos permite aprender a vivir con ellas. Lo que más me ha costado aceptar es que no hay forma de volver atrás. No puedo cambiar lo que sucedió, no puedo rehacer las decisiones que tomé, no puedo recuperar a las personas que he perdido. Pero lo que sí puedo hacer es aprender de todo esto, tratar de ser una mejor versión de mí mismo y, sobre todo, ser amable conmigo. La culpa no me va a devolver lo que perdí, y el arrepentimiento solo me va a alejar más de la paz que busco.
A veces, la vida nos pone en situaciones que no entendemos en el momento, pero que con el tiempo nos enseñan valiosas lecciones. Lo que he aprendido es que perdonarme a mí mismo es el primer paso para sanar. Y aunque no lo tengo todo resuelto, sé que el camino hacia la paz empieza con aceptar lo que ocurrió y aprender de ello. He cometido errores, pero eso no define mi vida, no define quién soy como persona. Cada uno de nosotros carga con su propia mochila de errores, fracasos y pérdidas, pero eso no significa que estemos condenados a vivir con ellas para siempre. La sanación es un proceso, y aunque a veces parezca que nunca va a llegar, sé que está ahí, esperándome, día tras día.
Hoy escribo esto no solo como una forma de desahogo, sino con la esperanza de que alguien que pase por una situación similar pueda encontrar algo de consuelo en mis palabras. Si alguna vez te has sentido perdido, si alguna vez has sentido que has fallado a quienes más quieres, quiero que sepas que no estás solo. No hay nada más humano que cometer errores, y aunque el camino hacia el perdón y la sanación no sea fácil, es posible. No es un proceso rápido, pero cada paso que damos nos acerca un poco más a la paz.
Este año me ha enseñado que la vida sigue, que el tiempo no se detiene, y que el dolor, aunque intenso, no es eterno. Nos enfrentamos a momentos difíciles, pero eso no significa que no podamos seguir adelante. La vida es una serie de lecciones, de altos y bajos, y aunque no siempre las entendemos en el momento, siempre nos dejan algo valioso. Si algo me ha quedado claro es que, a pesar de todo, sigo aquí, sigo aprendiendo y sigo adelante. Y, aunque todavía me cuesta perdonarme, sé que el camino hacia la paz empieza desde adentro. Tal vez, un día, miraré atrás y entenderé que todo lo que viví me ayudó a crecer, a ser más fuerte y, sobre todo, a ser más humano.
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